Felisa en la cristalería
Don Renato Conde era un jubilado que vivía en un departamento situado en la
colonia Roma de la Ciudad de México. Los fines de semana recibía a sus hijos y
sus nietos. Dedicaba los otros días a leer, tomar café (a veces una copa) con
sus amigos, jugar dominó y ver series en la televisión. También empleaba parte
de su tiempo para jugar con Felisa, su mascota, una gatita consentida hasta el
exceso. Aunque le habían recomendado que la inscribiera con un entrenador para
aprender modales, don Renato no hacía caso y dentro de aquella casa Felisa
hacía lo que le venía en gana: saltaba de una silla a otra, arañaba los muebles
y se acostaba en la cama del señor sin permitirle descansar. Cuando salían a
pasear a la calle, don Renato la sujetaba con una correa para evitar que
hiciera travesuras.
Una tarde que fueron a caminar don Renato se encontró a don Salvador, un
amigo de la juventud. Felisa aprovechó la distracción de la charla para zafarse
y corrió tras un ratón que había visto pasar. Asustado, el roedor entró a
esconderse en Regalos Milton, una famosa cristalería de aquel barrio. Tratando
de capturarlo, Felisa brincaba en los anaqueles, se deslizaba en los
aparadores, metía las patas en las vitrinas. En su loca carrera iba destrozando
jarrones de porcelana, copas de cristal, finos pisapapeles y figuras de cristal
cortado ante los aterrados ojos de don Elías, el dueño de la tienda.
Al cabo de unos minutos, Regalos Milton era una zona de desastre. Felisa no
había logrado atrapar al ratón pero había ocasionado destrozos por varios miles
de pesos. El estruendo fue tan grande que Don Renato (que seguía platicando)
alcanzó a escuchar lo que ocurría y vio, a unos metros, que don Elías trataba
de atrapar a Felisa dándole con un periódico. Don Salvador le dijo: “¡Mira nada
más lo que hizo tu gata! El costo de los daños equivale a todos tus ahorros.
Mejor vámonos para que no tengas que pagar nada.” Don Renato lo miró enojado:
“¿Cómo me recomiendas eso? En primer lugar, no puedo abandonar a mi Felisa a su
suerte. En segundo, no puedo dejar así al pobre hombre que perdió casi todo.”
Decidido, don Renato caminó hasta la entrada de Regalos Milton. Cuando lo
vio Felisa saltó para acomodarse en su hombro. “Vengo a responder por los daños
que causó mi mascota” le dijo a don Elías y le entregó una tarjeta con su
nombre y su dirección. Días después don Elías le presentó la cuenta de los
destrozos. Cuando terminó de revisarla, don Renato se percató de que sólo le
estaba cobrando la mitad y le preguntó por qué: “No puedo permitir que usted
pierda todos sus ahorros —le dijo don Elías— y, además, usted necesitará dinero
para inscribir a Felisa con un entrenador.” Los dos ancianos se quedaron
platicando sobre sus vidas y Felisa, muy mustia, se escondió debajo de un
colchón.
El pequeño escribiente florentino
En Florencia, Italia, vivía una familia compuesta por el padre, la madre y
tres hijos. El mayor se llamaba Carlo. El padre era empleado en los
ferrocarriles. Como el sueldo que ganaba no era suficiente, por las noches
trabajaba como escribiente (copiaba a mano cartas y otros documentos). Lo hacía
porque deseaba ofrecer a sus niños la mejor educación posible. Aunque sabía que
Carlo era un poco despistado y disculpaba sus pequeños olvidos, era muy
exigente en cuanto a su desempeño en la escuela. Carlo, por su parte,
comprendía el esfuerzo que estaba haciendo su padre. Sabía, además, que estaba
perdiendo la vista por forzarla tanto de noche. En una ocasión le propuso
ayudarlo.
—¡De ninguna forma! —respondió el señor. No quiero que al día siguiente
estés cansado y te distraigas en tus estudios. El pequeño no quedó conforme con
la respuesta y planeó hacer algo. Por las noches esperaba despierto hasta que
su padre terminaba su tarea de copista y se recostaba a descansar un rato.
Entonces Carlo se dirigía al escritorio y trabajaba hasta el amanecer. La
situación se prolongó por varias semanas. El padre no se daba cuenta de que las
copias aumentaban, pues las hacía de forma mecánica y todos los documentos se
parecían entre sí. Cuando fue a entregar el material a quien se lo encargaba,
le sorprendió ver que recibía más dinero del acostumbrado. Con los ingresos
extra que obtuvo compró alguna ropa de invierno para los niños.
Al cabo de un tiempo, el maestro de Carlo se quejó: el niño parecía siempre
adormilado y no ponía interés en los estudios. El padre lo regañó. Pero Carlo
no contó su secreto y se siguió levantando por las noches para trabajar. Al
paso de los días se veía cansado y su madre pensó que quizás estaba enfermo.
Una noche, mientras hacía sus copias, el pequeño escuchó ruido. No prestó
demasiada atención y siguió con su trabajo. Al poco rato oyó que alguien
suspiraba atrás de él. Era su padre. El señor lo abrazó y le ofreció una
disculpa: —Querido Carlo. De veras que ya no veo lo que ocurre a mi alrededor.
Doy gracias por tener un hijo como tú.
—Adaptación de un cuento de Edmundo de Amicis incluido en Corazón,
diario de un niño.
El aprendiz de brujo
En un inmenso castillo vivía un hechicero que se dedicaba al estudio de las
fórmulas mágicas. Nopermitía que nadie fuera a visitarlo y sólo aceptaba la
compañía de su joven ayudante, Daniel, unjovencito moreno y espigado que no
entendía lo que hacía su maestro. En una ocasión, el mago tuvo que salir a un
largo viaje en busca de plantas para una fórmula secreta. Antes de partir le
hizo recomendaciones a Daniel: no debía abrir la torre donde él trabajaba, ni
tocar sus libros. También le encargó que limpiara algunas habitaciones del
castillo. —Es una gran responsabilidad, pero sé que podrás cumplirla —le dijo.
Los primeros días Daniel siguió las instrucciones. Pero dos semanas después comenzó
a sentir fastidio por las tareas de limpieza. Así que una tarde subió a la
torre. Sobre la mesa halló el libro con las anotaciones del mago. Emocionado
por pensar podía ser un hechicero, se puso la túnica de éste y, subido en un
banquito de madera, comenzó a leer. No entendía las palabras, pero las
pronunció en voz alta sin darse cuenta que eran mágicas. De repente, la escoba
y el balde se presentaron y se pusieron a sus órdenes.
Daniel se asustó un poco, pero pensó aprovechar la situación. Para limpiar
tenía que cargar agua, y le daba flojera. Así que les dio instrucciones de
hacerlo.
El balde y la escoba iban y venían, iban y venían. Después de algunas
vueltas ya había agua suficiente y Daniel les pidió que no trajeran más. Pero
como sólo entendían palabras mágicas no le hicieron caso y siguieron
trabajando.
Al cabo de un rato el agua cubría el piso y corría escaleras abajo. Llenó
las habitaciones e inundó el castillo pero el balde y la escoba no se detenían.
El líquido le estaba llegando al cuello y los objetos del laboratorio flotaban
a su alrededor. “¡Auxilio!” gritó el joven aprendiz. En ese instante apareció
el brujo. Vio lo que estaba pasando y pronunció las palabras necesarias para
resolverlo. El hechizo se detuvo y pronto todo estuvo bajo control. Instantes
después el mago reprendió a Daniel: “Antes que aprender magia y hechicería,
tienes que aprender a cumplir con las responsabilidades que se te encomiendan”.
—Adaptación de la balada El alumno de magia de Johann Wolfgang von
Goethe.